Me cuesta
desesperezarme por las mañanas. Parece que me levanto más cansado que cuando me
acuesto a altas horas de la noche, sin dejar de trabajar.
Es el
primer café el que en realidad me aligera y me pone a tono. Luego me alerta un
poco más la pantalla del ordenador con su brillo liso blanco y sus noticias
crepitantes. Sin noticias no acierto a mantenerme despierto. Las primeras son
las que me motivan e inspiran de verdad; después se repiten y van perdiendo
fulgor y potencia, quizá como yo mismo, a lo largo de la jornada laboral.
Desde el
baño, y a veces antes de pisar el baño, me lanzo a los periódicos digitales,
blogs y webs que publican algo mío, y recibo una sensación creciente de estar
vivo, de autorrealizarme, de ser útil para los demás. Me ocurre lo que me
ocurría cuando era un periodista principiante, y es que sigo creyendo en la
virtud sanadora de la comunicación; por eso pongo en ella, negro sobre blanco, mi escaso talento, a través de ondas y
papeles. Lo que no se imprime no perdura ni modifica las costumbres, flatus vocis; demasiadas palabras se las
lleva el viento insolvente.
Ya lo veis. No hay profesión más sacrificada y esclava
que ésta, la de contar la existencia; exige una dedicación continua y completa
en cualesquiera de sus modalidades, sea la del reportero aguerrido, sea la del
articulista casero y bebedor.
La gente despreocupada nos ve a los
periodistas plumilindos y gráficos como seres viajeros y libres, pero se
equivoca de medio a medio, pasamos la mayor parte del tiempo amarrados al duro
banco de la información que no cesa. Los hechos noticiosos saltan (y nos
asaltan) con premura como peces huidizos donde menos se espera, y hay que estar
allí, en ellos y con ellos, sin más armas que los ojos y las manos, para
transmitirlos en directo, al ancho y lejano pero nunca ajeno mundo. La vida (y
la muerte) nos sorprenden constantemente, nos llegan emparejadas y hemos de narrarlas
con la adrenalina precisa; es normal que muchos colegas padezcan de los nervios
por querer ser los primeros de la fila. La medicina tampoco se retarda.
Recordad que los galenos antiguos se asimilaban a los pontífices y habitaban en
los templos de Esculapio o Mercurio, los dioses que llevaban alas en los pies.
De manera
que vivo, vivimos, sin vivir en nosotros, desvividos por los demás, como Santa
Teresa o como aquella Ariadna del Laberinto de Creta que se atrevió a
enfrentarse y burlarse del minotauro para salir indemne, pero con qué peligro:
el peligro que acecha al periodista, puntual como su pan –¡ázimo, ay!- de cada
día, frente a frente con la noticia. Ya os la he dado.
El
periodismo es un sacerdocio que admite y asume todas las confesiones de una y
otra parte, para que al fin sea el lector el que muestre su acuerdo o
desacuerdo; pero los hechos son tozudos.
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